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EJERCICIOS DE MAZMORRA
ARTICULO APARECIDO EN UNIVERSO CENTRO MES DE FEBRERO 2022
Por ESTEFANÍA CARVAJAL
1.- Breve manual para adiestrar a un sumiso
Encontrar un buen sumiso no es cosa fácil. O mejor: encontrar un buen sumiso para uno no es cosa fácil. No a todo el mundo le gustan las mismas cosas. El mundo kinky es complejo por lo específico. Hay masoquistas a los que les gusta el dolor, pero no les gusta seguir órdenes, por ejemplo. Por eso no sirven de sumisos. Y es que el buen sumiso no solo sabe seguir órdenes, sino que además las disfruta. AmaZame tuvo dos de esos. Unas bellezas. Los recuerda y le brillan los ojitos. La última fue un espectáculo de sumisa. Mansita, mansita; de las difíciles de conseguir. Le gustaba ponerla a barrer, a trapear, como a una Cenicienta. Y la otra feliz, porque además era muy pulcra. Una vez la sumisita se portó mal —no recuerda bien qué hizo, pero se portó mal— y AmaZame tuvo que castigarla. El problema es que no podía pegarle, porque eso le gustaba. ¡Qué castigo iba a ser! Tampoco podía mandarla a hacer aseo, porque para ella era prácticamente un premio. Entonces le dijo: Te me ponés los mismos calzones ocho días seguidos. Y la sumisita aceptó, obediente, y a los dos días, a los tres días, empezó a revirar. Que le levantara el castigo, que le levantara el castigo, decía. Y AmaZame: No, estás castigada. Y para hacerla sufrir más: Tenés que olerte los calzones. Y la sumisita toda obediente y toda asqueada se olía los cucos y hacía muecas. ¡Más linda!
Ahora mismo AmaZame no tiene sumiso, porque entre el trabajo, la familia y la organización de La Madriguera no le queda un segundo, y para levantarse a un sumiso hay que trabajarlo con la paciencia del que conquista un amor. Primero te le acercás, muy respetuosa, buenos días, buenas tardes, por chat o en una fiesta, y le preguntás cuánto lleva en la escena, qué le gusta, si está buscando dómina. Lo importante es que quede claro desde un principio para que después no haya malentendidos. Y cuando ves que el sumiso quiere que lo dominés, empezás a ponerle tareas. Una muy básica: que te salude y se despida de vos todos los días así vos no le digás nada. Lunes: en visto. Martes: en visto. Y de pronto por allá, viernes o sábado, le contestás, porque tenés que cuidar a tu sumiso como de niño cuidabas a tu juguete favorito, y para que no se aburra, ¡tan!, le ponés otra tarea. Otra muy básica: que haga una plana. A mano, en cuaderno argollado, sin dejar renglón: QUIERO SER SUMISO DE AMAZAME. Así diez páginas. Veinte páginas. Todo el cuaderno.
Eso por el lado de la humillación, porque por otra parte está lo físico, el golpe, la cuerda, la nalgada, y ahí sí depende de lo que el sumiso quiera y de cuáles sean sus límites. Los hay de todo tipo. De poquito dolor, de mucho dolor, de nada de dolor. A unos les gusta que les peguen, pero no que los amarren. Otras, como las rope bunnies, se excitan con el mero roce de una cuerda. Y están también los más extremos, como los fisters, que se meten un puño o dos puños o un pie por el recto. O los coprofílicos, que les gusta que los caguen en la cara. O los que se someten a tortura genital, que le imploran, le suplican a su dómina que les pise las güevas con sus tacones de aguja. Y hablando de agujas también están los del medical sado, que se visten de doctores y enfermeras para sacarse sangre, ponerse inyecciones, sondas y catéteres, y hasta hacerse citologías. Pero incluso esos tienen sus límites. Todos tienen límites, y si no los tienen, deberían tenerlos. Sumisos y dóminos. Amos y esclavos. Hasta el sádico más sádico tiene límites. Y para hacerlos explícitos está la palabra, e incluso, el contrato: amo y esclavo firman un documento con sus acuerdos, compromisos y códigos de seguridad. Un esclavo, por ejemplo, puede limitar el tiempo en que va a servir a su amo: cinco horas al día, por decir algo, o solo de lunes a viernes, o solo los fines de semana.
Como dómina, AmaZame ha hecho mucha cosa y casi todo le ha gustado. Cuerdas, cadenas, floggers, velas, fustas, fisting, spank. Su único límite, hasta ahora, son los pies: no le gusta ni que se los vean, ni que se los toquen, ni que se los besen, ni le gusta tocar o ver pies ajenos, ni ver a otros sumisos chupando los pies de sus dóminas. Y aunque ella misma no le encuentra gracia a ese fetiche, sí puede entender por qué para otros es tan placentero: entregarse a los pies del amo es uno de los actos de humillación más antiguos de la humanidad.
Entre lo que le gusta no podría decir que tiene un favorito, pero sí que le gusta ver sangre. Y que le encanta el calor de un culo rosadito después de una buena sesión de azotes. AmaZame habla del spank como si estuviera hablando del amor más puro que jamás hubiera sentido. Se pone la mano en el cachete, cierra sus ojos tiernos y se imagina que su mano es el culito recién azotado de una sumisa bien obediente, y ¡ay! ¡Qué cosa tan linda! ¡Qué imagen tan bella! Una sonrisa sincera se dibuja en el rostro de AmaZame, que es redondo, joven, con cierta luminosidad infantil. Sus facciones delicadas y sus crespos castaños de muñeca, que caen de una moña despeinada que apenas los sostiene, contrastan con su voz grave, con su contextura gruesa y con la manera en que se recuesta en el mesón de la cocina de La Madriguera con una cerveza en la mano, como si fuera un obrero que recién termina una jornada agotadora.
AmaZame tiene veintiséis años y llegó al BDSM como a los trece o catorce, por una historia de esas que es mejor no contar. Como dómina se estrenó hace casi una década, con esos sumisos que le ponen a brillar los ojos, y por mucho tiempo practicó la dominación en lo privado. A la escena pública llegó por ahí en 2018, gracias a las tertulias de La Licuadora. La Licuadora era un espacio en San Juan con la 70 dedicado al arte, a la música y al erotismo y que como muchos bares, restaurantes y lugares de encuentro murió con la pandemia. Su creador, Óscar Severina, es el principal gestor de la escena sadomasoquista en Medellín, y fue él quien le enseñó a AmaZame —como a muchos otros— que el BDSM también puede ser cultura. No solo por su estética o por el arte que se produce en la lógica de la dominación y la sumisión, sino también, y sobre todo, por los códigos y el lenguaje que comparten quienes lo practican.
Con la llegada a lo público, la vida de AmaZame cambió: ahí empezó la etapa más acelerada del proceso de aprendizaje para convertirse en la dómina que actualmente es. Y es que encontrar a un buen sádico no es cosa fácil. El que domina debe conocer los gustos del sumiso y, a su manera, complacerlo. El buen sádico propone, es creativo, conoce las sensibilidades y el aguante del cuerpo, practica su arte antes de hacer. El buen sádico cuida del sumiso: le pregunta cómo está, le acaricia la cara después de cachetearlo, le da besitos en el culo rojo de tanta fusta. Una buena dómina escucha, hace caso a las palabras de seguridad y busca siempre que el juego sea seguro, sensato y consensuado.
Aun así, los accidentes ocurren. Ni el mejor sádico del mundo podría decir que su práctica ha sido siempre perfecta. A AmaZame también le ha pasado. Una cuerda mal atada, un nudo mal hecho, un sumiso muy tímido —o muy osado— que no dice a tiempo la palabra de seguridad. David Carradine, el famoso Bill de Tarantino, fue encontrado sin vida en un hotel de Bangkok el 3 de junio de 2009. Presunta causa de muerte: asfixia erótica autoinfligida. Así mismo murió el compositor checo Frantisek Kotzwara en 1791: había amarrado su cuello a la chapa de una puerta que se cerró mientras tenía sexo con una prostituta que acusaron de homicidio y que después absolvieron.
Sin un protocolo de seguridad estricto, algunas prácticas sadomasoquitas pueden ser peligrosas y potencialmente mortales. Por fortuna, ninguno de los juegos de La Madriguera ha pasado a mayores. La Madriguera es la única mazmorra pública de Medellín. La inauguraron en enero de este año, en pleno pico del covid, y luego la tuvieron cerrada hasta marzo. Por el covid, pero también porque la casa se estaba cayendo. El papá de una amiga se las prestó con la condición de que le metieran la mano. Humedad en las paredes, goteras, el techo resquebrajándose. Aún tiene problemas, pero ha mejorado. De todas formas, el estado de la casa hace parte del ambiente: en las noches, La Madriguera es una cueva oscura en la que se esconden las ratas más perversas de la ciudad. Queda en el tercer piso de un barrio muy barrio en el noroccidente de Medellín. La llegada es con invitación y, según el evento, el protocolo es más laxo o más estricto. El protocolo tiene que ver con el dress code —cuero, látex, lencería, vinilo—, pero también con las normas de comportamiento y con los símbolos que hacen explícito el tipo de relación entre unos y otros: un collar de perro en el cuello del sumiso que diga, por ejemplo, Propiedad de AmaZame.
Pero construir una mazmorra no es cosa fácil. En un principio, en La Madriguera no había nada. Apenas el caos de una casa en abandono y los bichos y la mugre y el olor a humedad. Severina les prestó algunos muebles bedeesemeros y con eso celebraron la primera fiesta, que fue un éxito a pesar de la precariedad del espacio. Después, vino la tercera ola. Mientras la ciudad se escondía del virus en la seguridad de sus casas, AmaZame y dos amigas se dedicaron a equipar su madriguera con los muebles e instrumentos que requiere un calabozo de tortura respetable. Fabricaron dos cruces, una inquisitorial y otra de San Andrés, para inmovilizar a los sumisos. Iluminaron la sala y las habitaciones con luces rojas y de neón. Amoblaron un cuarto con un trono y un banco para la adoración de pies y le pusieron un bombillo azul que cuando se prende, les indica a las dóminas que es hora de descalzarse. Atrás, en una especie de patio que en realidad es una habitación en obra negra, acomodaron unas vigas capaces de soportar el peso de dos humanos. De ahí, los riggers cuelgan a sus rope bonnies con nudos y amarres tan complejos como los de un marinero. En los otros cuartos hay varios reclinatorios y muebles de spank, un inodoro con una jaula por debajo y hasta una de esas tablas con las que inmovilizaban a los decapitados antes de cortarles la cabeza. Los juguetes como fustas, látigos, paletas, cuerdas y dildos los lleva cada uno: esas cosas tan delicadas en las que puede haber fluidos son de uso personal.
De unos meses para acá, todos los viernes y sábados hay eventos en La Madriguera, cada uno con temática y códigos distintos. Noches de cera, por ejemplo. Fiestas con dress code estrictos. Talleres con spankers o riggers famosos. En la misma cuadra de la mazmorra hay una tienda y un par de restaurantes de comida rápida. En las demás casas, vive gente. Desde sus ventanas, los vecinos ven llegar en carro, moto, taxi y hasta en bus a los especímenes que habitan La Madriguera. Muchos llegan de civil y se cambian adentro. Otros llegan ya vestidos con corsé, arnés de cuero, peluca, gorra militar, medias y liguero, o completamente en vinilo, de pies a cabeza, como si fueran gatúbelas. Los vecinos ven la fauna gótica desfilar escaleras arriba después de pasar un primer filtro en el piso de abajo: AmaZame y sus amigas son rigurosas con el derecho de admisión. En el tercer piso, la puerta de la casa se abre y cierra con rapidez cuando los especímenes pronuncian un código que aparece horas antes en las historias del Instagram de La Madriguera, y de las dos ventanas que dan a la calle no se asoma ni una luz, porque las dos están selladas por dentro.
Como no pueden ver, a los vecinos no les queda más remedio que oír e imaginar. Al principio de la noche las paredes vibran bajo The Cure, New Order, The Police o los Sex Pistols, y hasta ahí no hay nada extraño, pero después empiezan a escuchar los golpeteos rítmicos de las palmas de las manos y los latigazos y las paletas y las fustas sobre los culos, y con los golpes escuchan también los gritos y los gemidos de los sumisos, y entre más entrada la noche más duro suenan los golpes, más rápidas las fustas, más apretadas las cuerdas, más profundos los alaridos, y entonces los vecinos solo pueden pensar que ahí arriba, en el tercer piso de esa casa en ruinas, ocurren rituales satánicos y orgías sexuales y lo susurran y lo comentan entre ellos, pero pasito para que los especímenes no vayan a escuchar.
AmaZame se ríe de las ocurrencias de los vecinos como quien escucha decir a alguien, convencido, que la Tierra es plana. En los eventos públicos de La Madriguera no se puede culiar, dice. Está prohibido, salvo en unas pocas excepciones en que los juegos llegan hasta allá y no queda más remedio. Otra cosa es cuando alquilan la mazmorra para sesiones privadas. Cuesta ochenta mil la hora y usted puede usar los muebles de la casa como se le antoje, siempre que sea seguro. AmaZame no puede saber qué ocurre en esas sesiones, pero de todas formas el BDSM tiene muy poco que ver con lo genital y con esas orgías que pinta el porno vainilla, y absolutamente nada que ver con la adoración al diablo. El sadomasoquismo tampoco es amigo del alcohol y las drogas —porque no es seguro— y por eso jamás verán salir de la casa a un borracho. Los vecinos lo sabrían si se atrevieran a subir. Ella les abriría la puerta y les mostraría la casa como se la mostró a su mamá en plena play party: aquí a la derecha, má, podés ver cómo azotan a alguien, a la izquierda hay una dómina con su hombre-perro; al fondo, un hombre está encadenado a la cruz de San Andrés. La mamá apenas miraba y se tapaba los ojos, horrorizada, lo más de tierna. Pero allá estuvo conociendo el espacio de su hija aunque diga que no vuelve ni multada.
AmaZame no tuvo que salir del clóset bedeesemero porque entró ahí. Cuando vivía en la casa de su mamá empezó a coleccionar juguetes —floggers, cadenas y correas— que colgaba de un perchero como uno cuelga un abrigo o un sombrero o el morral lleno de cuadernos y libros escolares. Luego, cuando comenzó a jugar con cuerdas, le pidió a su mamá ayuda con los nudos que se parecían tanto a los que ella hacía con sus agujas de croché. Y su mamá la ayudó, como ayudaría cualquier mamá a su hijo con la tarea del colegio, y pasó horas con ella frente al espejo atando su pecho y sus manos y su espalda con esos nudos que sus agujas hacen casi sin tener que mirar.
Ahora AmaZame tiene su propia familia y con ellos también puede ser quien es, sin esconder nada. Vive con Dom Blue —una de las dóminas más famosas de la ciudad— y con los hijos de ella. Y aunque entre ellas casi no juegan, porque la dos son sádicas, el BDSM hace parte de su cotidianidad: en su estética, en sus planes, en sus amigos y en sus proyectos de vida. Hasta ayer, AmaZame trabajaba en una empresa manufacturera en Itagüí, cumpliendo horario de ocho a cinco y aguantando el peso de atravesar la ciudad entera dos veces cada día. Pero ayer por fin tomó la decisión y a partir de hoy se dedicará a la administración de la mazmorra: quiere buscar un espacio más grande y en mejores condiciones y ampliar la programación para que las ratas de la ciudad siempre tengan una madriguera donde refugiarse. A lo mejor ahora, sin su trabajo de asalariada, sí tenga tiempo de levantarse a un sumiso y de adiestrarlo a su antojo.
2. Guía práctica para soportar una sesión de tortura
A Walter Alonso no es que le guste el dolor, sino más bien que lo vean con todo lo que es. Le gusta tanto que se lleva a sí mismo tatuado en la espalda. La tinta va de su nuca hasta donde empiezan los pantalones y pinta un mosaico con varias escenas de tortura en las que él actúa de sumiso. Sus brazos y sus piernas también están tatuados casi por completo. Por los colores vibrantes de algunos dibujos se puede deducir que no llevan ahí más de un par de años. Él ya tiene 51, barriga cervecera, el afro canoso y ningún arrepentimiento por las vidas que ha vivido. Entre tantos vejámenes recibidos, los más dolorosos han sido sus tatuajes. Y que no se malinterprete, porque eso no lo hace un masoquista. Tampoco es sádico, ni switch, ni hombre, ni mujer. La sinnombre, le dijeron una vez unas dóminas de la escena. A lo sumo podrían llamarlo exhibicionista, aunque las únicas etiquetas que siente que lo definen son las de Walter e Historiador.
Las escenas del tatuaje ocurren todas en una misma noche, que es esta noche, en las entrañas de Men’s Club, un club porno gay que queda a dos cuadras del Parque del Periodista, en el Centro de Medellín. Normalmente el club solo abre sus puertas a hombres maricas, pero como esta fiesta no es gay, sino bedeesemera, también dejaron entrar mujeres. Severina logró que le prestaran el espacio para la única play party del Festival BDSM/Fetish Colombia —que en 2021 cumplió diez años y se convirtió en el más antiguo en su especie de América Latina—, y por eso la fiesta es un jueves y no un viernes o un sábado, como le hubiera gustado para que más gente pudiera asistir.
A pesar de ser día entre semana, la casa está llena. Hombres y mujeres envueltos en lencería, cuero, látex y vinilo negro habitan casi todos los rincones de los tres pisos del club. En el primer piso hay una pista de baile y pantallas en las paredes con porno sadomasoquista; en el segundo, una terraza para fumadores. El último piso, que el más grande de todos, es un cuarto oscuro de tres ambientes: hay unas cabinas telefónicas, una pared con huecos a la altura de la pelvis y un laberinto en el que caben muchos hombres, pero solo en fila india, uno detrás del otro. Cualquier otro día el cuarto oscuro sería el más concurrido del club, pero la gente de esta fiesta está casi toda en la terraza, casi toda mirando a Walter en el centro de un escenario improvisado, casi toda a la expectativa de lo que sus dos verdugos harán con él.
Los verdugos son Severina, el organizador de la fiesta, y Tato Switch, uno de los riggers más populares de la ciudad. Ninguno de los dos se describe a sí mismo como sádico, aunque ambos, como esta noche, pueden disfrutar de infligir dolor a otros, y ambos saben hacerlo con la maestría que solo se logra con años y años de experiencia. Severina es un fetichista y lo sabe desde que era muy pelao, cuando sus amiguitos del colegio miraban embobados las tetas de las modelos de PlayBoy y él en cambio se quedaba lelo con el delicado entramado de sus medias de encaje y los tacones de aguja que soñaba con calzar en sus propios pies. Tato Switch, como su pseudónimo lo indica, no es ni lo uno, ni lo otro, sino todo lo anterior. En él viven todos los placeres y maldades. Erotismo desmesurado, dice su cuenta de Twitter. Ahora mismo está alistando las cadenas con las que va a inmovilizar a Walter, pero más tarde estará colgado del techo del primer piso, desnudo, vestido de cuerdas, con un dildo adentro del tamaño de un brazo.
A ellos dos se confía Walter como cuando uno se deja caer de espaldas para que su compañero de clase lo atrape. Hasta dónde quieres llegar, preguntan los verdugos. No sé cuáles son mis límites, responde Walter. A diferencia de ellos, él es nuevo en la escena, aunque no nuevo en el sadomasoquismo. Hace ocho años empezó una relación con un sumiso y desde hace cuatro practica fisting, pero solo con la pandemia llegó al BDSM en comunidad. Walter, el aprendiz, está dispuesto a lo que venga: quiere probar su aguante y ya luego decidir si hay terrenos que no volvería a pisar. Previo al juego, los tres hombres acuerdan un código de seguridad. Uno significa “más”. Dos quiere decir que el dolor aún es soportable, pero que vayan con cuidado. Si Walter dice tres, el juego frena de golpe, o porque el dolor es inaguantable, o porque no quiere seguir jugando. Pero tres, piensa, no lo va a decir bajo ninguna circunstancia, ni aunque sienta que las luces se le apagan y que no habría persona humana capaz de soportar voluntariamente ese calvario. Confía en que Severina y Tato respetan los límites de lo seguro y por eso planea entregarse a ellos con la docilidad con que se pone uno en manos del cirujano que está a punto de abrirle el esternón. Su objetivo es aguantar con sumisión hasta que el juego se acabe por sí solo, cuando sus verdugos crean que ha ya recibido suficientes golpes y castigos o cuando se cansen de jugar.
La tortura empieza con la inmovilización. Severina y Tato le ponen grilletes en sus muñecas y tobillos, y luego lo atan con cadenas a las paredes y columnas de la terraza. Walter se quitó la falda de cuero que traía puesta al principio de la fiesta y ahora solo lleva encima dos arneses, uno en su pecho y otro que le amarra piernas y cintura, mientras que el resto de él es pura piel morena, tatuada y pecosa por medio siglo de sol. Los verdugos le cubren los ojos con un antifaz negro y alistan la fusta y el flogger. Los golpes que vienen solo podrán ser advertidos por el sonido repetitivo de las armas cortando el aire, y luego, claro, por el impacto ardiente del cuero negro sobre la piel.
Walter está de pie, con las piernas abiertas, dando su espalda al público. Parece el hombre que dibujó DaVinci para estudiar las proporciones humanas, salvo porque a él no se le marcan los abdominales ni los huesos de la pelvis. Los primeros golpes, suaves y repetitivos, le calientan los músculos. Los verdugos le azotan la espalda, el culo y las piernas. Se van turnando: primero el uno por aquí, luego el otro por allá. No golpean de la misma manera. Cada uno tiene su estilo, tan distintos como sus propias voces. Pero con ambos pasa que la fuerza de los golpes va subiendo de a poco, y de a poco Walter va desbloqueando umbrales de dolor y de a poco va subiendo el volumen de sus gemidos, primero tímidos y luego más confiados: qué importa que la gente sepa que le duele si él sigue ahí, resistiendo, como un monje que recibe en su espalda los golpes de su propio látigo para expiar sus culpas. No voy a decir dos, piensa. No voy a decir dos, no voy a decir dos, no voy a decir dos. Tampoco va a decir uno, porque estaría mintiendo. Entonces calla. Calla y soporta. No dice ni uno, ni dos, ni tres. Apenas gime. No dice nada cuando sus verdugos lo voltean, de cara al público, y le anillan el pene. Tampoco dice nada cuando Severina le cuelga ganchos de ropa del escroto. No voy a decir dos, piensa. No voy a decir dos, no voy a decir dos. Y no dice nada pero grita de dolor y quizás también de placer cuando Severina le pasa por la entrepierna el martillo de agujas que los médicos usan para examinar los reflejos de los pacientes, y que es algo así como un cortador de pizza con cresta de punkero. En el momento en que el martillo llega a su pelvis y rodea sus genitales, como una carretilla que araña un camino árido e irregular con su rueda delantera, Walter parece alcanzar una especie de éxtasis: un alarido le sale de lo más hondo y paraliza la fiesta, que unos segundos después sigue ocurriendo a su alrededor como si en vez de una tortura estuviera bailando, muerto de la risa, con sus dos verdugos.
El ritual sadomasoquista tiene mucho de religioso, y bien lo sabe Walter que fue fraile franciscano en una de sus vidas anteriores. Los griegos y romanos flagelaban a sus esclavos y a sus reos condenados a muerte. Los judíos que cometían algún crimen pagaban en las sinagogas con 39 latigazos —aunque Jesús, antes de morir, debió recibir al menos trescientos—. En la Edad Media, las cofradías católicas empezaron a usar la flagelación como método de penitencia, tanto en la oscuridad de los templos como en las procesiones públicas. Pero cuando Walter decidió entregar su vida a la iglesia, la flagelación ya no hacía parte de la cotidianidad del convento. El BDSM llegó a su vida décadas después, y para eso debieron pasar antes muchas cosas. Walter tuvo que haberse enamorado de otro fraile de la congregación que le rompió el corazón y le hizo jurar que nunca más se iba a volver a enamorar. Debió abandonar el convento con el corazón hecho pedazos y dictar por muchos años clase de catequesis en el Calasanz hasta por fin darse cuenta de que la religión no era el camino. Tuvo que haber salido entonces del país, digamos a Chile, y en Chile debió haber escuchado por primera vez, de la coordinadora del colegio en el que trabajaba, que ser homosexual estaba bien y que los comentarios homofóbicos no serían tolerados en la institución. Si la vida de Walter fuera una película, ese momento sería el primer punto de quiebre de su personaje: a partir de entonces la vida lo arrastraría por un camino del reconocimiento de su sexualidad que culminaría en muchas cosas: en sus primeras exploraciones con el travestismo de la mano de su alter ego Mirella, en un libro publicado sobre la historia de la homosexualidad en Antioquia, producto de su posgrado en Historia, y también en un hombre desconocido metiendo primero un dedo y luego dos y luego el puño completo por el estrecho orificio de su recto.
El fisting es el segundo punto de quiebre: el que le demostró que en el desafío a los límites es donde está la libertad. Su primera experiencia ocurrió en un sauna gay de Medellín, hace unos cuatro o cinco años. Lo agarró un tipo experto, que no le dijo lo que iba a hacer, sino que lo fue haciendo, y a Walter le gustó tanto que lo dejó seguir hasta que el otro quiso. En ese momento, además del culo, a Walter se le abrió el mundo, y en adelante el fisting sería para él, más que una práctica sexual, un manifiesto político.
Pero iniciarse en el mundo del fisting no fue cosa de un día para otro. Los círculos de fisteros son cerrados y como miembro, hay que ganarse la reputación. Después de la experiencia en el sauna Walter conoció La Casa Inclinada, un video nudista que describe como lo más bajo de lo más bajo de lo más bajo. En el patio de la casa hay una especie de columpio en el que se recuestan los hombres para que los fisteen. Desde que lo vio la primera vez se imaginaba ahí, con las piernas abiertas y la pelvis muy arriba, en ángulo recto con sus piernas, dispuesto a ser penetrado por cualquier extremidad. Sin embargo, Walter sabía que antes de llegar a ese trono del placer debía preparar su culo: no fuera a ser que gritara como si le estuvieran aplastando las güevas o que se levantara corriendo con el rabo entre las patas o que no le cupieran sino un par de dedos ansiosos por viajar colon adentro.
El fisting bien hecho y con un culo instruido no debería doler, pero para llegar a ese punto el entrenamiento de Walter tardó más o menos un año. Practicaba en privado o en público, con cualquier voluntario que se le midiera al reto, porque recibir fisting, aunque no parezca, es mucho más fácil que dar. El que recibe solo debe disponer: respirar, toser cuando le digan, de pronto aspirar del frasco de popper para facilitar, físicamente, la apertura del conducto. Pero el que da, además de conocer la técnica para abrir de a poco el recto sin herir el intestino, debe tener un brazo de acero. Hacerle fisting a otro es más cansón que placentero, y por eso él también aprendió a meter la mano y solo confía en las personas versátiles que no se amarran al rol pasivo por puro egoísmo.
En el extremo opuesto están los sádicos que dan sin recibir, como AmaZame, que está a punto de entregarle su fuerza y su paciencia y de alguna manera también su amor al culo de Walter Alonso. Un tesoro, dice Walter. Cuando Severina y Tato terminan con él, la fiesta se traslada al primer piso de Men’s Club. Allí, en una esquina, sobre una silla roja de barbero, Walter se encarama y separa sus rodillas para abrirle el culo a la dómina. AmaZame prepara sus instrumentos —que en el fisting son apenas los condones, los guantes y el lubricante— y empieza con la sesión. Primero mete un dedo que va abriendo el ano, luego dos, luego tres y ya pronto le está metiendo todos los dedos como si fueran un taladro y luego es el puño completo y después es el brazo que entra y sale, entra y sale, entra y sale hasta el codo que AmaZame chorrea de lubricante para que todo siga muy húmedo allá adentro.
Aunque no es posible verle el rostro, el silencio de Walter es un indicio de que está tranquilo, inconcebiblemente cómodo, y una señal de que el fisteo va bien. La penetración extrema es una práctica riesgosa que puede traer serios problemas médicos. El intestino grueso está compuesto por una serie de haustras y flexuras que le dan la forma de una tira de butifarras estripadas: metro y medio desde el ano hasta el apéndice. Las flexuras son unos anillos estrechos que se van abriendo con el trabajo paciente del fister. Cada que se abre una nueva flexura, Walter lo siente en sus entrañas y lo celebra como una pequeña victoria. Es como si le pudieran quitar la virginidad muchas veces hasta el final del intestino. El riesgo es que esas flexuras se rompan de golpe con una penetración violenta y que el colon sufra una lesión. Hace unos meses le pasó y estuvo una semana hospitalizado. Pudo ser peor: si el intestino se perfora, o si la penetración es tan profunda que llega hasta el apéndice, puede haber una peritonitis, que es potencialmente mortal. Pero esos peligros lo tienen sin cuidado. Todas las prácticas sexuales implican un riesgo, dice Walter, incluso las más ortodoxas, y además desde hace mucho tiempo que le perdió el miedo a la muerte. Después de tantas vidas vividas lo único que le queda es gozar: abiertamente, maricamente, públicamente, de su cuerpo y de las posibilidades quizás infinitas del placer. Si ha de morir así, dice, con una mano en el culo, entonces morirá en su ley. Lo único que pide es que a nadie se le ocurra limpiar la escena.